Afrontamos ya la recta final
del curso y es tiempo de echar la vista atrás y dejarnos llevar por la
nostalgia, que -¡oh, sorpresa!- es también un término de origen griego. “Nostalgia”
es, según el DRAE, ‘pena de verse ausente de la patria o de los amigos’ y
también ‘tristeza melancólica originada por el recuerdo de una felicidad
perdida’. “Nostalgia” procede de νόστος
(“regreso”)
y ἄλγος (“dolor”).
Su significado sería, así pues, algo así como “dolor por el regreso”. Nostalgia era, por ejemplo, lo que sentía
Odiseo cuando la ira de Poseidón lo mantenía alejado de su patria, Ítaca, de
donde estuvo ausente la friolera de veinte años.
Sin embargo, no vamos a
ocuparnos hoy aquí de Odiseo, sino que daremos un vertiginoso salto y nos
detendremos en el siglo XIX para acompañar a un moribundo Lord Byron en su añoranza de una Grecia ya desaparecida, la Grecia
de la Antigüedad de la que aquí nos hemos ocupado.
Pongámonos en situación.
Recordaréis, espero, que Grecia se convirtió en una provincia más de Roma en el
146 a. C. Siglos después, en el año 395 d. C., el emperador Teodosio dividió el
imperio en dos entre sus hijos Honorio y Arcadio. Al primero le correspondió el
Imperio Romano de Occidente, cuya caída se produjo en el 476 d. C. por las
invasiones bárbaras, mientras que el Imperio Romano de Oriente sobrevivió casi
mil años más, hasta que en 1453 se
produjo la toma de Constantinopla por
los turcos.
Pues bien, los griegos
permanecieron desde entonces oprimidos por los turcos y su esplendor quedó
reducido a ruinas. Sin embargo, en el s.
XIX se produjo el despertar de la identidad nacional y los griegos se sublevaron
frente a sus amos. En su ayuda acudió Lord Byron, poeta inglés, que enfermó
gravemente y murió en Missolongui, en 1824. Precisamente ese, “Missolongui,
1824”, es el título del relato de John Crowley del que procede el texto del que
nos vamos a ocupar estos días. En él, como antes os decía, Lord Byron, in
articulo mortis, se deja llevar por la nostalgia:
«Tan pronto como mis pies tocaron estas playas, supe que por fin había
llegado a mi verdadero hogar. Yo no era un ciudadano de Inglaterra en viaje por
el extranjero. No: éste era mi país, mi clima, mi aire. Escalé el Himeto y
escuché a las abejas. Subí a la Acrópolis. (Lord Elgin conspiraba a la sazón
para saquear los edificios: quería llevar las estatuas a Inglaterra, enseñar a
esculpir a los ingleses; a los ingleses que son tan capaces de esculpir como tú
de patinar). Estuve en el bosque sagrado de Apolo en Claros: sólo que ya no
existe allí ningún bosque, ahora todo es polvo. Tú, Loukas, tú y tus padres
habéis talado todos los árboles, y los habéis quemado, no sé si por
resentimiento o porque necesitabais leña, pero allí me detuve en medio de las
nubes de polvo, a pleno sol, y pensé: He
llegado dos mil años demasiado tarde. Ésa era la pena que empañaba mi felicidad,
¿te das cuenta? Yo no menospreciaba a los griegos de hoy, como lo hacían muchos
de mis compatriotas, no pensaba como ellos que han degenerado, y que se merecen
a sus amos turcos. No, yo me deleitaba con su compañía, muchachas y muchachos,
albaneses, suliotas y atenienses. Estaba enamorado de Atenas, de sus calles
estrechas y escuálidas, de sus mercados. No hacía excepción alguna. Sin
embargo... Cómo deseaba no haberla perdido, y qué bien sabía que la había
perdido para siempre. La Grecia de Homero; la de Píndaro; la de Safo. Sí, mi
joven amigo: tú conoces soldados y ladrones con esos nombres; yo hablo de otros».
(“Missolongui, 1824”, en
Antigüedades, John Crowley)
El texto está plagado de
referencias a la Grecia clásica y os toca a vosotros buscar información sobre
unas cuantas: Himeto, Apolo, Homero, Píndaro, Safo, Acrópolis y Lord Elgin.
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